sábado, 26 de abril de 2008

El pozo de agua

En lo profundo del desierto, donde la roja tierra es la única capaz de hacer frente al cielo ardiente, vivía un joven de piel cobriza en una pequeña casa. Junto a la choza se encontraba su mayor tesoro: un pequeño pozo de agua.

Tengo sed –, Dijo una mujer de cabello largo y del color del fuego. – Llevo varios días viajando. ¿Serías tan amable de darme algo de beber?

El joven, servicial y amable, acompañó a la extraña hasta el pequeño pozo. Orgulloso, retiró la tapa de metal que lo cubría, y tal era su limpieza que el sol se reflejó en ella y deslumbró por un instante a la inesperada invitada. La piedra en la que se construía el pozo era blanca, pulida y lucía impecable. Mediante una polea perfectamente engrasada, el joven hizo ascender un cubo metálico, cuyo brillo parecía convertirlo en plata pura. En su interior, el agua era cristalina y refrescó gentilmente la garganta de la viajera, que tras agradecer al joven, siguió su camino.

Tengo sed –, Dijo un hombre mayor, con una espesa barba blanca.

¿Podrías darme de beber?

Sin conocer maldad, el joven condujo al hombre hasta su más preciado tesoro y le ofreció suministro hasta que quedó saciado. Feliz y orgulloso por haber sido de ayuda, despidió al extraño mientras este se alejaba sobre el rojo manto de la tierra.

Tengo sed –. Dijo una voz con acento extranjero. Una mujer de piel oscura, con el aspecto de haber sido perfectamente tallada a partir de un fragmento de la noche le miró a través de unos ojos azabache. – Vengo de muy lejos y las fuerzas me empiezan a abandonar. ¿Habría algo de agua que me pudieses ofrecer? – El joven, sin importar de forma alguna la procedencia de la extraña, descubrió la tapa de su valioso tesoro de agua, y está corrió como perlas heladas a través de los labios de la extranjera.

Tengo sed –. Dijeron muchas más voces a lo largo de los años. – ¿Podrías darme de beber? – Preguntaron incontables veces, y el joven siempre dispuesto a saciarles, se encargó de todas y cada una de ellas hasta que un día, el cubo subió vacío. Atónito y de rodillas, quedó mirando a su preciado pozo, mientras un alguien se alejaba disgustado y mal agradecido.

Las lluvias no llegaban y se vio obligado a partir en busca de un nuevo lugar habitable, caminando en la dirección donde el sol cada mañana surgía refrescado y lleno de energía.

Pasó el tiempo y eventualmente llegó a una casa en la ladera de una montaña. Dentro vivía la mujer de cabellos rojos que miró sorprendida a su inesperada visita.

Tengo sed –. Dijo él, como tantas otras veces había oído. – ¿Tendría la amabilidad de darme algo para beber?

El agua es un bien muy preciado por estos lares y poco abundante. No tengo mucho para compartir, pero espera aquí. – La mujer entró en la casa y al cabo de pocos minutos apareció sosteniendo un cazo sucio y oxidado y le dio a beber su contenido. El agua sabía a metal y en ella flotaban restos de herrumbre, pero fue suficiente para calmar temporalmente el ardor que había tomado hogar en la garganta del chico. Al acabar, la mujer despidió al indeseado invitado y cerró la puerta tras ella.

Prosiguió el joven su éxodo durante meses por el árido mar, donde las olas en forma de piedra rojiza rara vez ofrecían cobijo. A lo lejos entre espejismos vio una cabaña y se dirigió hacia ella. De su interior salió un hombre mayor, cuyo rostro ya había visto anteriormente, con la única diferencia de que ahora, la barba blanca era aún más abundante.

Tengo sed. – Dijo y cada palabra dio punzadas en su garganta como espinas secas. – Agradecería si tuvieseis algo de beber para mí.

Chico –, Comenzó a decir el anciano – el agua no abunda en mi casa y como puedes ver mi juventud me abandonó tiempo atrás. Tengo escasas fuerzas y el agua es lo que día tras día me da vida. Lo siento, pero no tengo nada que pueda compartir con un extraño –. Y dicho esto cerró la puerta y se alejó silenciosamente en el interior de su hogar.

Cada aspiración que realizaba era un castigo y cada paso que daba un tormento, pero sin más opción alguna que la de seguir andando o morir eligió la primera. Su camino le condujo a una casa construida con barro y plantas secas. En la entrada una mujer delgada y atlética desollaba un pequeño animal, y el color de su piel, hacía palidecer las sombras de su alrededor.

Tengo sed –. Le dijo al rostro extranjero que ya había conocido años antes. – ¿Podríais apaciguar con un poco de agua este dolor que arde en mi pecho?

En mi hogar hay poco agua, pero aunque seas un extraño pesaría en mi conciencia saber que mi negativa podría causar una muerte. Espera aquí mientras veo que puedo hacer.

Salió poco después llevando en las manos un pequeño cuenco de barro y se lo entregó al joven viajero. El agua en su interior era turbia y tenía el sabor de la tierra, que ya era su compañero de viaje. Lejos de calmar su sed, el líquido se mezcló con la poca saliva que quedaba en su boca, creando una pasta que apenas pudo engullir. Sediento y abatido partió de nuevo dejando atrás a la mujer, quien ahora clavó el cuchillo en las entrañas del animal y recogió meticulosamente cada gota de sangre en el mismo pequeño cuenco.

Tengo sed –. Dijo incontables veces durante su viaje. – ¿Podría darme de beber? – Pero la mayoría de las veces una negativa era la respuesta y en las pocas en las que no, el líquido que le proporcionaban era escaso e impuro. El camino se prolongó durante escasos años hasta que el muchacho no pudo continuar avanzando y cayó al suelo rendido.

Tengo sed –. Le dijo a la tierra, pero esta no tenía nada que ofrecerle.

Tengo sed –. Le repitió al cielo, pero esté se negó a dejar caer una gota.

Tengo sed –. Dijo casi sin voz al sol, pero este le ignoró y lentamente se hundió en su lecho en un mar distante.

En lo profundo del desierto hay una casa abandonada junto a la cual hay un viejo pozo seco. La tapa se perdió tiempo atrás y fue enterrada por el viento, parte del muro de piedra se ha derrumbado con el paso del tiempo y de una polea oxidada y atascada cuelga una cuerda rota. En el fondo, ahora seco, solo se puede hallar un cubo roto y herido por la herrumbre.

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