viernes, 14 de marzo de 2008

Jack Still

Parte primera

Respecto a lo dicho anteriormente, mi madre era una puta. Inevitablemente debo ser el hijo bastardo de algún capullo que necesita conseguirlo todo con dinero. Ser un hijo de puta no es fácil, pero lo realmente difícil es estar al otro extremo. Mi nacimiento se cobró su precio en forma de palizas a mi madre, propinadas por su chulo. Algunas ocurrieron antes de que yo naciese y las que más cuando yo ya estaba aquí. “La carne usada no vende”, le oí decir unas cuantas veces a ese cabrón. J.D. era como le llamaban y manejaba todo el cotarro en el barrio. Tuve que aguantar mucho tiempo viendo como J.D. golpeaba a mi madre y a cualquier otra chica que le apeteciese. Tuve que aguantar dieciséis años. A esa edad ya estaba trabajando en el puerto, tanto en tareas legales como ilegales, y con ello ganaba suficiente dinero como para dejar esa mierda de vida y mudarnos a algún otro lado. Pero J.D. no quería dejarla ir y me dejó eso bien claro un día, apareciendo con sus matones. Estaba con dos tipos más y me cogieron de madrugada a la salida del puerto. Pude haber peleado, al menos habría tumbado a uno si no fuese por que vi que venían con pistolas, pero dejé que me pegaran. Gimoteé un poco, tal vez más de lo necesario, pero se quedaron contentos y tras un sermón y un par de amenazas J.D. se fue a su casa, probablemente creyéndose más hombre. Hay que pegarme más fuerte que eso para amedrentarme y me quise asegurarme de que ese marica lo supiera antes de morir.

No fue difícil colarme en su casa aquella noche. Estaba con una de las chicas, obteniendo servicios gratis, cuando salté por la ventana. Tengo que reconocer que disfruté más golpeándole la cara con los puños cerrados que cuando saqué la navaja y le rajé el cuello. La sensación de matar a alguien no era nada parecida a lo que había esperado. La chica empezó a gritar aterrorizada e incluso cuando logré calmarla hablaba muy rápido. Estaba completamente asustada lo que no me ayudaba a entender lo que decía. Era inmigrante, posiblemente sin papeles y su balbuceo parecía castellano, probablemente de Méjico. J.D. lo hacía cada vez más a menudo. No sé si las traían o las secuestraban, pero les obligaba a prostituirse para poder tener lo suficiente para comer y no las dejaban marchar mientras fuesen “útiles”. Por suerte no era la primera vez para mi en ese apartamento y sabía donde el viejo capullo guardaba el dinero. Saque un fajo de billetes de varias cantidades de detrás de un adoquín falso y se lo di a la chica haciéndole entender que se fuera lejos de la ciudad. Cogí el resto y me dirigí a casa.

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