sábado, 29 de marzo de 2008

Jack Still

Parte tercera

No me considero un tipo muy inteligente, pero a partir del momento en el que pasé a formar parte de “los chicos” empecé a aprender muchas cosas, y lo primero que aprendes es que hasta entonces no sabías nada. Los trabajos se volvieron más secretos y había que ser más cuidadoso al realizarlos. En muchas ocasiones Vincent venía con el grupo y demostró ser más fuerte y ágil de lo que parecía en un principio. También resultó ser un gran diplomático. Teníamos contactos en lugares donde jamás habría imaginado y enemigos en lugares peores. Había un grupo opuesto a nosotros, coloquialmente les llamamos “los reyes”, no sé por qué. Los conocía de hacía tiempo, a veces había algún trabajito referente a ellos y casi siempre implicaba la muerte de alguno de sus miembros. Ahora los trabajos eran mayores y más numerosos. Vincent era un tipo cojonudo, pero había dos momentos en los que realmente te podía aterrorizar. Uno era cuando sonreía, que afortunadamente no era muy a menudo, y el otro era cuando nos veíamos metidos en una pelea. En una ocasión le pude ver sin sus sempiternas gafas de sol durante una emboscada en la parte sur de la ciudad. Mientras disparaba tenía una mirada aterradora, como la de una bestia salvaje. Desde entonces podía discernir esa mirada bajo las lentes oscuras siempre que estábamos en un momento de tensión.

Una noche nos vimos envueltos en un tiroteo en un edificio en construcción en la parte este de la ciudad. Nuestra misión era volar por los aires la nueva edificación, que por lo visto era pagada por “los reyes” e iba a ser utilizada por ellos. Pero cuando llegamos ya nos estaban esperando. El primer disparo nos pilló al descubierto y causó nuestra primera baja. Eran más, pero si querían llegar a nosotros tendrían que salir a campo abierto y nosotros ya estábamos tomando posiciones. Pasaron un par de minutos cuando algunos ya se impacientaron y salieron en nuestra búsqueda, momento en le que aprovechamos para acribillarlos. Pero cuando creíamos que habíamos acabado con ellos la mayoría se levantó y corrió en nuestra dirección. He visto gente aguantar varios impactos de bala, pero ningún chaleco antibalas que conozco les podría haber salvado la vida. Juro haber disparado todo el barril contra el mismo tipo y luego ver como se levantaba. No nos quedaba otra opción y el jefe del grupo ordenó retirarnos. Corrimos mientras las balas silbaban a nuestras espaldas y nos dispersamos para facilitar la huida. No recuerdo como me lo hice, si fue por una bala o al escapar, pero tenía un buen desgarro en el brazo y sangraba abundantemente.

Desconozco qué pudo haber pasado por su mente aquella noche para estar en ese callejón oscuro. Yo podría haber sido un asesino (uno de los que lo hacen por hobby), un ladrón o incluso un violador. Por suerte era el tipo que se sentaba a menudo en la barra frente a ella y estaba lo suficientemente malherido para no ser una amenaza. Le mentí acerca de la causa de la herida y después le dije que nunca más volviera a llevar a un tipo en mis condiciones a su casa. Sonrió mientras me vendaba el brazo y me dijo que no lo hubiese hecho con ningún otro “tipo”. Su sonrisa podría haber iluminado el infierno. Shelly no era el tipo de mujer de la que conseguías lo que querías en una noche y yo no soy el tipo de hombre que intenta conseguirlo. En realidad tardamos algunas semanas, durante las que yo seguía asistiendo siempre que podía al bar. Shelly se mostraba cada vez mas familiar conmigo, charlando en la barra e invitándome de vez en cuando de parte de la casa, incluso sentándose en mi mesa cuando tenía un rato libre. Esto último lo hizo hasta que decidimos que sus ratos libres podíamos pasarlos en un lugar fuera de su trabajo.

Unos meses después pasamos a vivir juntos y no resultó fácil explicar de donde salía el dinero y mentir a cerca de mi trabajo. A decir verdad no resultaba nada fácil seguir trabajando de eso estando con una chica como Shelly. Una noche en una de las reuniones que hacíamos “los chicos” con Vincent dejé la copa de vino sobre la mesa incapaz de beber alcohol a causa de los nervios. Le dije que quería dejarlo, que no podía seguir con esta vida y quería casarme y vivir tranquilamente. Vincent me amenazó, “nadie deja a Vincent vivo”, me dijo. Podía ver su mirada tras las gafas, pero el miedo no consiguió más que aumentar mi decisión de dejar la casa. Le dije que me iba a ir pasase lo que pasase y que me cargaría a cualquiera que tratase de impedírmelo. A cualquiera menos a él mismo. Vincent había sido, en cierta manera, el padre que nunca tuve, aun sin quererlo. Me había enseñado muchas cosas, se había encargado de hacerme lo suficientemente fuerte para poder sobrevivir en las calles, se había preocupado por mi cuando estaba mal y había sabido alentarme a superarme cuando las cosas salían bien. Y así se lo hice saber. No estoy seguro si fueron mis palabras o sus propios pensamientos lo que le hicieron cambiar su opinión, pero solo por la expresión relajada de su rostro supe que había accedido. Por último me advirtió sobre el peligro que me rodeaba. Una vez se había sido uno de “los chicos” no podía dejarse de la noche a la mañana y había mucha gente que se podía considerar mi enemigo. Esa fue la última vez que vi a Vincent.

Pocas semanas después Shelly y yo nos casamos en una pequeña capilla de la ciudad con solo su hermana y uno de mis antiguos compañeros como testigos. Yo quise que el propio Vincent viniese, pero envió a un “chico” en su lugar. Supongo que no me puedo quejar. La vida entonces se volvió más sencilla. Tenía suficiente dinero ahorrado para una larga temporada, pero aún así encontré trabajo en poco tiempo. Algunas mañanas ayudaba en la construcción, dependiendo de si había trabajo o no. Por las noches encontré un pasatiempo como portero de distintos locales. Comencé en el bar donde trabajaba Shelly y los contactos fueron recomendándome a distintos locales donde ocupaba las vacantes que surgían. Realmente no necesitaba ese trabajo, pero he de reconocer que el gusto de destrozarle a algún borracho la cara de un puñetazo podía conmigo. ¿Qué puedo hacerle? Me gusta meterme en líos.

Llevábamos poco más de medio año de matrimonio y todo nos iba bien. Demasiado bien. Regresé a casa una noche en la que Shelly no trabajaba para arreglarnos y salir. La puerta al edificio estaba rota, lo que no era tan extraño teniendo en cuenta el barrio. Fue al llegar a nuestro apartamento y ver la puerta abierta cuando me asusté. Entré y me moví lo más sigilosamente posible, pero deprisa. La única luz encendida era la de nuestro dormitorio. Cuando entré solo pude ver una figura darme la espalda rápidamente y saltar por la ventana. Corrí hacía ella para seguirle, pero lo que vi me detuvo. Tumbada en el suelo estaba Shelly, blanca e inmóvil. No soy médico, pero se decir cuando alguien no respira y no tiene pulso. Shelly estaba muerta. La abracé lo más fuerte que pude y noté más dolor del que había sentido toda mi vida. El dolor se transformó en esperanza cuando Shelly empezó a temblar y a intentar hablar. La esperanza se transformó en pánico cuando empezó a convulsionare y gritar. Tuvo suficiente fuerza para apartarme a un lado y cuando giré la vista hacia ella pude ver su cara, vestida con una mirada que ya había visto antes y que jamás podría olvidar. Era la mirada de Vincent. Shelly gritó. No, más bien rugió, dejando ver unos prominentes colmillos en su boca mientras trataba de abalanzarse contra mi con clara intención de morderme. Hombres lobo, vampiros, todo eran cuentos inventados para asustar a los niños. Eso es lo que había pensado hasta el momento. Intenté inmovilizarla, pero era demasiado fuerte para su tamaño y sus colmillos siempre estaban demasiado cerca para mi seguridad. Me golpeó con la fuerza de un martillo y di de lleno contra un armario, que detuvo mi movimiento, cayendo en mi lugar. No quería hacerlo, pero cuando un tipo como yo se ve atrapado solo ve una escapatoria. Le golpeé una, dos y tres veces, pero aunque del impacto retrocedía unos pasos no parecía afectarle lo más mínimo. Volvió a embestir y perdí el equilibro cayendo sobre los cajones abiertos y caídos en el suelo. Lo guardaba siempre en uno de esos cajones, escondido de Shelly y esperando no tener que utilizarlo nunca más. Ahí estaba ahora, como traído por el mismo demonio, en el suelo, entre la ropa de los cajones. Cogí el revolver y las balas que pude y mientras me levantaba y me apartaba conseguí meter algunas en el tambor. Disparé a una pierna, pero el fantasma de Shelly seguía en pie intentando alcanzarme. Descargué tres disparos más contra su pecho, pero ella seguía en pié, aullando como una bestia ante el dolor. Disparé finalmente a su cabeza, las lágrimas me entelaron la vista y fallé el primer disparo. ¿Cuántas balas había conseguido cargar? Shelly estaba prácticamente sobre mi cuando cerré los ojos y apreté el gatillo. El sonido me ensordeció y la sangre me salpicó la cara. Cuando abrí los ojos vi el rostro destrozado de Shelly y mis piernas dejaron de soportarme.

Aún recuerdo el sonido de las sirenas y las luces azules entrando por la ventana de nuestro dormitorio. Se habían dado mucha prisa, tal vez algún vecino se alertó al principio de la pelea o simplemente alguien había pagado lo suficiente a la gente indicada. Oía las pisadas de botas subiendo por las escaleras, sentado en el suelo en un charco de sangre y con el revolver en la mano. ¿Cuántas balas había disparado? ¿Cuántas quedaban en el tambor? Mi mano temblaba como jamás había temblado en toda una vida y acerqué el cañón a mi barbilla. Fue más fácil apretarlo en ese momento que cuando disparé a mi esposa. Tal vez porque ahora ya no tenía nada que perder, tal vez porque inconscientmente sabía que no quedaban balas cargadas.

Pude haber contado la verdad. Pude haber dicho que mi mujer se había convertido en un vampiro y que había visto a otro saliendo por mi ventana. Entonces solo habría conseguido que al acabar mi condena me internaran en un hospital psiquiátrico. La vida es una mierda.

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